La luz de las estrellas muertas, de Massimo Recalcati

Terminé de leer La luz de las estrellas muertas, de Massimo Recalcati, y aún siento cómo resuena en mí. Es un libro que abre muchas aristas: invita al autoanálisis, ofrece claves para procesos terapéuticos, y despliega, como suele hacerlo Recalcati, un eco filosófico y existencial profundamente sensible. Entre todas esas posibles lecturas, la mía se detuvo en nuestra dificultad para habitar una antropología abierta: ese querer-ser que se despliega en medio de decepciones, cortes, duelos y, sobre todo, nostalgias. Nostalgias de todo tipo, que a veces nos envuelven en un ciclo que se cierra sobre sí mismo. No siempre provienen de traumas o deseos frustrados; muchas son impuestas —de manera explícita o silenciosa— como respuesta a las carencias del contexto hiperproductivo en que vivimos, un contexto que deja poco espacio al silencio, al vacío inevitable y a las rupturas necesarias para volver a encontrarnos.

El libro me llevó a pensar en nuestro malestar frente al apego al Otro y a “lo otro”. Nuestros vínculos son territorios que abrimos y que nos abren: lugares donde mirarnos, encontrarnos, confrontarnos, incluso asustarnos de lo que somos. Por eso tanta resistencia frente al Otro y lo otro, que aparecen como fronteras en nuestro propio paisaje. Esa distancia, esa ruptura, esa diferencia que emerge en el encuentro nos intimida; tememos al otro, a nosotros mismos, a lo que deberíamos reconocer, a lo que tenemos que afrontar, a nuestras propias oscuridades y a las desconocidas. Reconocer la existencia como apertura a la alteridad —propia y ajena— implica siempre una grieta, una ausencia que se manifiesta, así como la luz de las estrellas es la presencia de algo que ya murió. De ahí que la nostalgia forme parte de nuestro existir: un caminar por hiatos que nos alejan de lo que creíamos seguro, por aperturas que a veces se vuelven heridas, como lo representa la pérdida de seres queridos, la culminación repentina de procesos o el mismo desamor.

Ex-istimos: somos fuera de nosotros mismos. Vivimos en tránsito, como si la vida fuese un exilio continuo. Un camino de pérdidas y nuevos comienzos. Pero ese hiato nunca se da de inmediato: siempre hay silencio entre uno y otro. Y es eso lo que muchas veces se hace insostenible. Sabemos que partimos, que estamos hechos de partidas reales o posibles. Y esa sola posibilidad ya nos aterra. Aun antes de que la pérdida se muestre —en el rostro del otro, en el agotamiento propio, en el reconocimiento de la falla, en las pérdidas imprevistas—, ya sentimos su sombra rondarnos como un espectro que pesa.

Por eso Recalcati propone aprender a vivir en una nostalgia-gratitud. No se trata de abandonar las nostalgias que nos llaman desde el pasado o desde ese futuro que quisiéramos alcanzar; más bien, se trata de atravesarlas sin quedar atrapados, de reconocer en ellas una proyección que nos lanza hacia lo que aún no es, hacia lo que sin duda vendrá. Es salir de las nostalgias enfermizas que nos frenan para acoger aquellas que, nacidas de la pérdida o del deseo, pueden volverse posibilidad de ser.

Pienso que esa nostalgia-gratitud es, en el fondo, un aprender a habitar la gracia: afrontar las nostalgias heredadas o impuestas desde una acogida que reconoce —o nos reconoce en— la inevitable apertura de lo que somos. Implica luchar contra las nostalgias que nos inmovilizan, esas presencias que duelen pero que hemos aprendido a habitar. Implica también resistir las nostalgias impuestas por una realidad que instrumentaliza el duelo y produce melancolías patológicas a través del consumo, del individualismo, de la meritocracia, de la demonización del otro y del odio. Frente a eso, se vuelve necesario acoger el misterio del silencio que nace en medio del ruido, de la danza de los espectros que caminan con nosotros, de las rupturas que tanto nos hieren y que son en cierta forma inevitables. Solo así podemos dejarnos interpelar por la pregunta de lo que vendrá, de lo que puede venir, de cómo esas heridas cicatrizarán para trazar el mapa hacia el próximo lugar de nuestro peregrinaje, cuyo destino aún desconocemos.

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